Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía todos sus pensamientos. Pero sabía o creía saber, que una estrella no podría ser abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin esperanza; y sobre esta idea construyó todo un poema vital de renuncia y de sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar, sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En el momento de mayor pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cayó a la playa destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese volado hacia arriba a reunirse con su estrella.

Herman Hesse ("Demian")

domingo, 11 de agosto de 2013

La mujer de nieve



"Bigelow saca su diccionario de chinook.
-Be-be -dice, decidiéndose por lo simple. Beso.
La más leve de las sonrisas. ¿O se lo ha imaginado? Ella mira a donde apunta su dedo, la palabra y su traducción.
Se lo ha imaginado. No está sonriendo. Pero tampoco parece descontenta. Parece... ¿qué parece? Bigelow está a punto de tirar la toalla y volver a su casa cuando la mujer se lleva una mano a la garganta y empieza por ese botón.
Bigelow se queda mirando mientras el corpiño del vestido se abre para desvelar su cuerpo. Ella dobla el vestido, se quita la ropa interior y la dobla también, sin prisas. Él la sigue a la otra habitación, no sin coger la lámpara para poder verle la cara, para escudriñarla y confirmar que esto es lo que él espera que sea, una invitación.
Ella alza las cejas; él se quita la camisa por la cabeza, sin molestarse en desabrocharla. Impaciente, no ávido. Ha ensayado la intención de ser tan cortés como pueda.
Pero apenas empieza a palpar entre sus piernas, ella lo coge por la muñeca y le aparta la mano.
Bueno, piensa él, y se inclina a toda prisa, con las piernas fuera de la cama, para meter la lengua en ese mismo sitio.
Ella se incorpora de un salto. Le coge las orejas como si fueran las asas de una jarra y le aparta la cabeza de su entrepierna.
-¿Qué? -dice Bigelow inútilmente-. ¿Qué quieres?
La mujer vuelve a tumbarse y él se sienta a su lado, mirando la suave e ilegible piel de su vientre.
-Icta? -traduce en chinook. ¿Qué?
Ella cierra los ojos y abre un poco las piernas.
Él no se mueve.
Ella flexiona las rodillas, y él se coloca sobre su cuerpo.
Planta una mano en la cama y usa la otra para guiarse dentro de ella, sin dejar de mirarla para asegurarse de no hacer nada que le disguste, observando el efecto de cada prudente empujón.
No le hace gracia que ella haya huido tras sus párpados cerrados; le parece verla allí, en la oscuridad, acurrucada en un lugar demasiado pequeño como para dar cabida a otro ocupante. Se dice a sí mismo que ha conseguido lo que quería, pero no es en modo alguno lo que esperaba, y lo invade el desconsuelo. No se ha unido a ella, no puede alcanzarla.
Como un interruptor, la idea de que ella lo esquiva excita su cuerpo.
Sigue estando duro, le zumban los oídos, un nuevo sabor le inunda la boca y continúa moviéndose, siguiendo el empuje de su polla, decidido a encontrar a la mujer."


"En contra de lo que el prejuicio le ha enseñado a esperar, no es una mujer desinhibida. Él ha oído que las mujeres nativas maduran antes que las blancas, y que padres y madres mandan a sus hijas con tíos o amigos para que las inicien. Pero ella no deja traslucir una educación semejante. Hay toda una lista de gestos cariñosos que no tolera.
Se queda quieta si le da un besito con la boca cerrada, pero si intenta besarla más profundamente vuelve la cabeza enseguida, y él se encuentra lamiéndole la mejilla. Le aparta las manos del cuello, los pies, el pelo y los genitales. Pero cuando la penetra, se queda tumbada debajo de él con una sonrisa arrobada, los ojos cerrados y los dedos moviéndose afanosamente en su propio cuerpo, sin preocuparse del ritmo que él imponga. Cuando llega al orgasmo se excita muchísimo -arquea la espalda, grita-, pero no sale de sí misma. Él no consigue convencerla de que se siente a horcajadas sobre él o que le permita penetrarla en cualquier postura que no sea la que llaman del misionero. Y tal vez ésa sea la explicación, puesto que las islas Aleutianas han estado colonizadas durante mucho tiempo por ortodoxos rusos."


"Cada nuevo encuentro es como el precedente, tan ritual como sus idas y venidas a la oficina de telégrafos, la anotación de sus observaciones en uno de sus cuadernos.  La mira mientras ella prepara la comida que él le ha llevado; come con ella en silencio; se acuestan juntos en su cama, sobre una manta de pieles; él espera hasta que ella grita y arquea la espalda, y luego se permite llegar al placer.
Cuando él la suelta, ella se incorpora. Se levanta de la cama para sacar una tina de hojalata que guarda detrás de la estufa y la llena con el agua que ha calentado en sus dos grandes cacerolas. Luego abre la lata de tabaco, se prepara un pipa y se sienta en la tina con las piernas cruzadas, fumando, mientras él le habla apoyado en un codo, preguntándose por qué no deja de farfullar, pero incapaz de callarse.
Más tarde, de camino a la estación o levantando la cabeza de su mesa de trabajo, se pregunta si es un fallo por su parte: la falta de espontaneidad. No es él quien impone las condiciones, pero quizás, en cierto modo, no comprende que él es su catalizador.

Inventa pequeños trucos; pueriles, a la vez irresistibles y vergonzosos. Se pone cabeza abajo y llama a la puerta con los talones; abre la boca y le enseña un botón sobre la lengua. Pero estas cosas no la provocan; ni siquiera parpadea. En cambio, le quita el abrigo y mira la camisa para ver dónde falta el botón, se lo quita a él de la boca y lo cose, bien apretado, en el sitio al que pertenece. Es como si viera venir sus tonterías y se hubiera insensibilizado contra ellas.
Le deja entrar, sí, pero lo único que abre son las piernas, y todos sus demás actos -preparar la comida, remendar pieles, incluso encerarle las botas- le parecen a Bigelow elaborados señuelos, maneras de distraerlo y apartarlo de su yo más profundo, el que él realmente quiere alcanzar.
Ella.
Dentro hay un nombre, una palabra que él quiere saber. Poseer."

Kathryn Harrison


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